Por fin llegó el momento del año en que el espectador entra en comunión con el cine más actual, esa maquinaría tanto industrial como artística, que confirma con Jupiter’s Moon su inmensa capacidad de reinventarse, absorber al público en ese insondable agujero negro (que es la imaginación y, también, un concreto espacio de la película de 35 milímetros), y conjugar la función catártica aristotélica del séptimo arte: la purificación mental que aporta un sólido argumento, con el más lúdico y placentero placer de la diversión en estado puro, refresco terapéutico de cuerpo y alma, tan necesario hoy en día. Jupiter’s Moon no es un film más del 2017, es LA película del año (salvo sorpresas en el último mes y medio), y un futuro clásico de la historia del cine.
Kornél Mundruczó, este inmenso director, que lleva quince años deslumbrándonos (desde su Leopardo de Plata en el Festival de Locarno en 2002 con su ópera prima, Pleasant Days, hasta el ya mítico White God –Dios Blanco-), acierta al cien por cien la combinación ganadora de película gran púbico y mejor cine comprometido de autor, en una elaborada mezcla personal de thriller y realismo social con el toque interpretativo de lo sobrenatural, última tendencia de los mejores realizadores actuales (Lanthimos –El sacrificio de un ciervo sagrado-, Trier –Thelma-, Aronofsky –Madre!–…) que han encontrado en este recurso un camino para encontrar los nuevos valores de una sociedad en crisis de creencias.
Jupiter’s Moon, insólita y perfecta metáfora (planeta con varias lunas, descubiertas por Galileo, y una de ellas, con un mar interior, llamada Europa), ilustra la llegada de unos inmigrantes sirios a Hungría. Recibidos, como es habitual, con violencia por las fuerzas de seguridad que, como en todos los países, se concentran más en reprimir futuros males del extranjero que los comprobados delitos internos nacionales. Un refugiado, tras ser herido por bala, descubre un nuevo poder en su cuerpo (la levitación). Facultad que el médico local de turno intenta aprovechar en su interés y monetizar, por supuesto, para su bolsillo.
Estilísticamente, La luna de Júpiter es un portento desde su inicio hasta su sublime, arrebatadora y significativa escena final. Un montaje que varía los planos secuencias más bellos del año con un ritmo que ya quisiesen dominar muchos directores de cine de acción. Una fotografía “angelical” envuelta en la música de Jed Kurzel, prodigioso cantante y guitarrista del grupo australiano, The Mess Hall, que sigue acumulando gloriosas bandas sonoras (Snowtown, Macbeth y Assassin’s Creed, de su compatriota, Justin Kurzel; The Babadook, de Jennifer Kent; Slow West, de John Maclean o Alien: Covenant, de Ridley Scott).
Todo el cine trata de la mirada sobre la sociedad. Jupiter’s Moon habla de la mirada hacia el otro. Masacrada, en general, por mis compañeros de crítica (hoy creo que no me voy a hacer nuevos amigos), pero ha de reconocerse que eso es buena señal. Que una película provoque tal reacciones es síntoma de talento. Aunque resulta curioso que justo nosotros no hayamos sabido mirar esta película. Ahora le toca al juez más imparcial: el público (que va a adorar).
Kornél Mundruczó propone una nueva forma de mirar al que tenemos enfrente, con indiferencia de su origen, condición y circunstancias personales. El cineasta nos lanza un sencillo reto, lamentablemente, olvidado en la actualidad. Cerremos los ojos, contemos hasta 28 o 35 o 40 (los países de una Europa actual, o futura, pero siempre ciega) y empecemos de nuevo, miremos como la primera vez, intentando hallar lo más sagrado que cada individuo lleva en sí mismo: la humanidad. Ahora retira las manos de tus ojos, vete al cine y disfruta de LA película del año. YA.