Realmente impresionante el, tan esperado, paso al largometraje del talentoso Antony Hickling. Un cineasta que con sólo una serie de cortometrajes, entre ellos, el tríptico de Little Gay Boy, y un mediometraje, One Deep Breath, se ha situado a la cabeza de la nueva generación del cine queer, retomando el testigo y la llama de figuras como Derek Jarman.
Antony Hickling, que posee el don de escoger los mejores y más poéticos títulos para las películas (de hecho, una de sus frecuentes fuentes de inspiración es Shakespeare), mezcla en Where Horses Go To Die, dos líneas narrativas apasionantes, la falta de inspiración de un maduro pintor y su encuentro con tres prostitutas, que arrastran pasados poco gloriosos y sueños de futuros inalcanzables; por los muelles del mal ambiente parisino.
Pero la brillante inteligencia de Antony Hickling no se detiene en un retrato, al estilo de Providence d’Alain Resnais. Lo más fascinante de este autor es su capacidad para transgredir la narración y convertir su historia en un alegato en favor de la capacidad, de cada uno de sus protagonistas (y, evidentemente, de todo espectador), para crear arte, al mismo tiempo que recrean su propia existencia, convirtiéndola en su particular obra de arte.
El artista sólo conseguirá recobrar su inspiración en contacto con la vida misma (y no encerrado en su estudio) junto a las tres Gracias protagonistas: Manuela (dueña trans de un garito nocturno), Divine (prostituta con la ambición de crear una familia) y Candice (y su inconmensurable propósito de convertirse en una gran diva de la música). Y éstas, sólo materializarán sus más profundos deseos, soñando su posibilidad y existencia.
Bajo este nutritivo fondo, el cineasta despliega una forma personal, que caracteriza su estilo, alejada de las tendencias estéticas actuales: un realismo poético que se aproxima al movimiento francés de los años 30-40, la subversión visual, barroca y abigarrada de lo mejor de Fellini, Bacon o Waters, el alegre y desenfadado colorismo de los 80, rodeado de actores consagrados y sin límite en sus interpretaciones, Jean-Christophe Bouvet, Manuel Blanc o Amanda Dawson.
Where Horses Go To Die propone un triángulo de posibilidades de creación (artística, personal e imaginaria), que cautiva con sus imágenes al espectador. Una triste realidad, bañada en el arcoíris de la libertad de imaginar y conseguir lo deseado, a través de los elementos de nuestra existencia de arte povera. La riqueza no está en los componentes en sí mismos sino en la composición que creamos con ellos. Ni más ni menos, casi la definición por excelencia del cine queer actual. Brillante Antony Hickling.