Ahed’s Knee (Ha’berech, 2021), Israel


Nadav Lapid está enfado y se nota. El cineasta israelí, desde hace ya tres lustros, sigue conservando su espíritu crítico y no duda en exponer los entresijos de la política de su país, su profunda decepción ante la creciente limitación libertades individuales y el sin sentido ético de una población, que no encuentra nuevos valores en estos tiempos convulsos.

Desde su primer mediometraje, Ha-Chavera Shell Emile (La novia de Emile), y en su ópera prima, Policía en Israel, atacaba la masculinidad tóxica, en La profesora de parvulario el desinterés por las nuevas generaciones y en Sinónimos el desastroso funcionamiento de las instituciones y costumbres de su país.

En La rodilla de Ahed el tono sube y el cineasta no se corta un pelo: ‘el ministro de cultura que detesta el arte, de un gobierno que detesta a su pueblo’. Esta frase, una delas joyitas dialécticas que se escuchan en el filme, justifican el miedo que el director tenía ante la posible censura y la rapidez, 18 días, que se impuso para su rodaje.

Avshalom Pollak, el actor y coreógrafo que encarna al cineasta protagonista de la película (el paralelismo con un alter ego cinematográfico de Nadav Lapid es evidente, en su obra más autobiográfica) se lanza a saldar sus cuentas pendientes. En 2018 cuando la directora adjunta de las bibliotecas de Israel invitó a Nadav Lapid a presentar su filme anterior, en un recóndito pueblo del país, lo menos que esperaba es que le impusiese como condición firmar un documento. En él se comprometía a abordar solo temas conformes a la política del gobierno. El director dudó en denunciar la situación, lo que implicaba involucrar a la directora en un escándalo, o callarse. Y se calló.

No por mucho tiempo. Esa renuncia le ha pesado tanto que el año pasado ya no pudo reprimirse más y escribió la película, imaginando lo que realmente lo hubiese gustado hacer en ese momento. Reaccionar y denunciarlo públicamente. No olvidemos que Israel está tramitando un nuevo proyecto de ley por la ‘lealtad a la cultura’, que prohibirá toda ayuda pública a una obra de arte, juzgada ‘infiel a la política estatal’. Una normativa que promete dejar a nuestra ley ‘mordaza’ a un nivel ridículo.

La película comienza con una referencia potente. Hace tres años un palestino de 16 años, Ahed Tamimi, abofeteó a un soldado de Israel cuando éste intentó entrar en su casa. La acción le costó 9 meses de prisión y una inolvidable declaración de un diputado israelí que, vía twitter, animaba a la gente a disparar al joven, o al menos, incapacitarle con un tiro en la rodilla. Así están en Israel.

El protagonista de la película no solo tendrá que luchar contra la censura. También se enfrenta a la muerte de su madre (la del cineasta falleció tras finalizar el montaje de Sinónimos). Y para ello Navad Lapid no duda en emplear una puesta en escena punki, con un cámara que no sabe dónde situarse y gira buscando un punto de referencia, en una agitación permanente, llegando incluso a imprimir el ritmo de los diálogos, tumbado en el suelo y marcando el ritmo a sus actores con golpes en los pies…

Una propuesta radical que el festival de Cannes no dudó en galardonar con el Premio del Jurado (ex-aequo junto a Memoria, de Apichatpong Weerasethakul). Y un magnífico comienzo para un Festival de Sevilla que promete ser tan agitado como apasionante.

Esa misma dirección de escena es las algunos encontrarán insoportable o excesiva, pero ¿cómo se puede filmar, en plano fijo y estabilizado, un país en pleno terremoto democrático, en la que sus cimientos se tambalean en sucesivas réplicas, cada vez más frecuentes?

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