Sorpresa inmediata y acierto total. Un inmenso río se desliza entre una lujuriosa vegetación, un caudal impresionante que arrastra todo a su paso y, en lugar de fotografiar todo esa variedad de colores amazónicos en pleno color, Ciro Guerra, un cineasta colombiano de una apasionado talento, la retrata desde el profundo blanco y negro, que resalta su misterio y sitúa los humanos que se aventuran en tal empresa, descubrir sus secretos y, en muchos casos, también robarlos, en su verdadera escala, la de un minúsculo ser vivo más entre los muchos que la habitan.
Karamakate es el último de su comunidad, tiempo atrás desaparecida. Un indio amazónico que respeta y se funde en el Amazonas. Un “chullachaqui”, un ser que va perdiendo sus emociones, solitario, obligado a vagabundear por la selva sin pueblo y olvidando cada día un poco más de su esencia y la de toda su tribu.
Pero un día aparece un explorador y su guía en busca de la preciada “yakruna”, una flor mítica de poderosas virtudes alucinógenas que el extranjero desea localizar a cualquier precio. Karamakate, de inicio, desconfía, ya ha sufrido la avaricia, la crueldad y las mentiras de los extraños a su pueblo pero observando al explorador, descubre que hay algo en él que le ayuda a recordar su pasado.
Con cierto reparo decide guiarle en la busca de la famosa planta, lo que significará un viaje alucinante por un territorio poblado por misioneros imprevisibles, gurús mesiánicos que han perdido la razón, comunidades indígenas celosas de preservar su intimidad. En definitiva, un viaje en el más puro y delicioso estilo de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad.
A partir de los diarios de exploración de dos célebres exploradores del Amazonas, el etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg y el biólogo americano Richard Evans Schultes, deslumbró en Cannes con una de las películas más bellas e irresistibles de este año sobre la influencia de la naturaleza en el hombre, y al revés, el colonialismo, el respeto de las minorías y el deber de la memoria.
De hecho, la concepción del tiempo de los habitantes amazónicos es más espiral que lineal, y concibe que varios acontecimientos suceden al mismo tiempo en universos paralelos, lo que permite a su protagonista que al ver al segundo explorador que le ha visitado en su vida crea que el mismo con que se encontró 50 años antes. Absolutamente apasionante.
Similar al universo de la memoria que el genio Patricio Guzmán va creando con su intachable filmografía. Si en Nostalgia de la luz nos llevaba al extremo norte de su país al desierto más inhóspito de la tierra, en El botón de nácar, que podría considerarse la segunda parte de este sublime díptico, nos traslada al sur, a la Patagonia y a los miles de kilómetros de mar que la delimitan.
Siempre con la mirada en el Cosmos, con unos textos sabiamente recitados por el mismísimo director, en unas imágenes hermosas, cautivadoras y, sinceramente, espectaculares. Una manera de realizar documentales que sólo Patricio Guzmán sabe hacer, mezclar ideas que en principio parece no tienen, en absoluto, nada que ver y crear en su acumulación un cuerpo inmenso de verdades y descubrimientos inesperados.
Un insecto fosilizado en un mineral, un mapa de Chile de más de 15 metros de la artista Emma Malig, los últimos 20 habitantes autóctonos de la Patagonia sobre los 8.000 que existían en el siglo XVIII, unas palabras de un idioma casi desaparecido, un botón de nácar en una viga de tren…todo conecta con una lógica y, sin duda, emotiva magia, con el pasado más triste y reciente de la historia chilena. De nuevo, un cine latino que arrasa en festivales internacionales y que se añade a lo mejor de 2015.