por Carlos Loureda
Un crepúsculo azul, un samurái en la oscuridad, un sable que refleja la luz de la luna y un cerezo en flor: todos los ingredientes reunidos de un género típicamente japonés. Para la última escena de su extensa carrera cinematográfica, 40 años agitando al público internacional, el sulfuroso director, Nagisa Oshima, aborda el género nacional por antonomasia, el de los samuráis, en su última película.Al cineasta japonés lo encontramos siempre en el lugar más inesperado. Cerrando un bucle perfecto y regresando con Tabú (1999), a su detestada ciudad natal, Kyoto, demasiado perfecta, burguesa y discreta para su gusto. Él finaliza su carrera como cualquier de sus compatriotas comenzaría, con el género más popular, haciendo lo contrario de lo esperado, cortar de raíz un símbolo nacional, el cerezo, y abordando un tema intocable, la homosexualidad entre los samuráis.
Reducido a una silla de ruedas por un accidente cardiovascular, Nagisa Oshima rueda su último filme con una cámara más reservada, discreta, tranquila y fija. Todo lo contrario a cómo comenzó su carrera. Con sólo 27 años consigue integrar los míticos estudios de la Shochiku Film Company y, entre 1959 y 1962, dirigirá 6 películas.
En medio de unas imágenes mayoritarias de respeto, distancia y buen gusto, el célebre japonés ofrece bajos fondos, prostitutas, golfos y la agitación de una juventud que desde su primer filme, El chico que vendía palomas, arroja a la cara de un público la miseria y la realidad que no desea ver. Una de mis preferidas, Noche y niebla en Japón (1960), encantará la los que gustó la película de Santiago Mitre, El estudiante (2011).
La estructura de una compañía tan potente como la Shochiku no es lugar para un indignado como Oshima. En pleno éxito creciente decide convertirse en un realizador independiente. Una pausa de 3 años para la gran pantalla y el cine de Oshima se hace mayor, a partir de 1965, y aún más agitado, si cabe.
Llega lo que podría ser una segunda etapa en la que sus obsesiones son Corea (por la particular historia nacional) y el cuerpo. En esta etapa rueda una película absolutamente alucinante (que podría explicar mucho todo el género fantástico posterior), Japanese Summer: Double Suicide (1967). En un Japón apocalíptico, la única mujer de la película intenta buscar un compañero sexual entre los hombres, más obsesionados por las armas que por la otra actividad propuesta. La volví a ver hace poco y, pese a su estructura y estética teatral, sigue conservando un encanto inexplicable.
De nuevo una nueva pausa de 3 años, tras encadenar 13 películas de 1965 a 1972 (resaltar en esta segunda época también el film e de 1971, La ceremonia, por ser la más autobiográfica del cineasta), para lanzarse a su última etapa, la más conocida por el público: su carrera de producción internacional con Los dos imperios: los sentidos (1976) y la pasión (1978).
La modernidad del cineasta no ha desaparecido y cuesta imaginarse lo inesperado que resultaban para el público (en un país en que nadie se toca, ni siquiera para saludarse) las historias de Oshima, en las que todo el mundo está obsesionado por el placer sexual y utilizan su cuerpo como un arma más. Cada uno se defiende como puede…