Brothers of the Night y Kiki, Austria y EE.UU. 2016


Bienvenidos al exuberante mundo del documental. Un lugar donde la realidad se confunde con la más elaborada ficción, la vida se transfigura en objeto de observación y análisis y  las fronteras entre lo real y lo imaginado desaparecen por arte de magia. Un campo del que provienen, cada año, muchas de las sorpresas cinéfilas más apasionantes del séptimo arte.

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Brothers of the Night es un claro ejemplo de documental travestido en ficción. Como en los ambientes recreados y tan queridos por Rainer Werner Fassbinder, la película comienza con unos marineros en lo que podría ser un muelle portuario, cigarrillo en mano, en una noche canalla llena de tensiones de fingida violencia y latente sexualidad.

Pero en realidad, lo que debía ser el mar es un río, el Danubio, en Austria, un país sin océano, y los marineros, unos pobres inmigrantes gitanos, búlgaros…que hablan una lengua en que se mezcla alemán, variaciones del país, turco y que se dedican a la prostitución masculina en decadentes bares en los que pasan media vida. Nada más alejado de lo real, supuesta base y esencia del género.

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Como bien explicaba su director, Patric Chiha, en la presentación de Brothers of the Night, gracias al camino del artificio asumido, y la actuación de estos jóvenes que se interpretan a sí mismos, Brothers of the Night alcanza la auténtica naturaleza de lo verdadero y la intensidad de lo real.

Una película hipnótica en la que sus protagonistas se cuentan sus secretos, ligan con sus clientes, y entre ellos (pese a su autoproclamada heterosexualidad), fanfarronean de las tarifas practicadas por sus diferentes servicios, compartan las historias que han dejado atrás (compañera o esposa, y en algunos casos, también hijos pequeños) o la felicidad que sienten al regresar unos días, exhibiendo el dinero que han ganado y que, aunque nadie pregunta, muchos imaginan su origen.

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De unos muelles falsos a unos bien verdaderos, los de Christopher Street, en Nueva York. Casi trenta años después del mítico Paris is burning (1990), donde las performances Ballroom (mezcla de desfiles y baile voguing en competiciones de glamour) eran descritas por primera vez en gran pantalla por Jennie Livingston, y en el mismo lugar (aunque también en otros países como Canadá), la corriente artística Kiki prosigue esa tradición.

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La película homónima de Sara Jordenö, nada más y nada menos que Premio Teddy al mejor documental del festival de Berlín 2016, es el colorido y comprometido retrato de siete de sus miembros, filmados durante cuatro años. Preparaciones y entrenamientos que podrían rozar los esfuerzos olímpicos, bailes espectaculares, performances y vestuarios elaborados, desde el lado más people y petardo que se pueda imaginar.

Pero el otro lado de la moneda es menos conocido y, sinceramente, lo más impresionante y espectacular del documental: la finalidad última de todo este trabajo. Shows que tienen por fin ayudar a los expulsados de sus hogares, lucha contra los prejuicios, difusión de una cultura de tolerancia…

Tras todo ese color y alegría se esconden, en realidad, mujeres y hombres expulsados por sus padres, en su mayoría adolescentes, sin ayuda alguna y que gracias a esta cultura urbana han logrado integrar unas “casas” nada ficticias en las que viven y comparten su existencia. Kiki es tan generoso en su color como imaginativo y generoso en su fondo. El gran Paco León tenía todo la razón: el amor se hace e, incluso, también se puede rehacer una familia.

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