El primer largometraje de Narimane Mari sorprende tanto como emociona. Una narración, abierta a múltiples interpretaciones, en un riesgo asumido de trabajar una dramática historia del pasado de su país, la guerra de independencia 1954-1962, a través de la mirada de una veintena de niños que la recrean de una manera inesperada.
La luz mediterránea baña una playa paradisiaca en que una cuadrilla de jóvenes se divierte bañándose, riendo, haciendo bromas, gritando, corriendo y disfrutando de una apacible jornada de verano que podía haber sido ayer. Pero el pasado resurge inesperadamente por lo que suele ocurrir, por un mínimo e insignificante detalle, los niños están hartos de comer todos los días alubias rojas (con los correlativos y contraproducentes efectos gástricos que generan) y deciden ir a un cuartel de la armada francesa para robar chocolate, azúcar…
A partir de ahí se genera una versión actualizada de El Señor de las moscas, de William Golding, con prisionero y todo, pero con la diferencia de que en Lubia Hamra la particular guerra sugerida será entre niños y adultos.
Partiendo de unos presupuesto nada evidente, le gran Hitchcock avisaba que nunca se debía trabajar con niños, con animales o con Charles Laughton, Narimane Mari se atreve con no uno sino con 17 jovencitos de una inmensa, inagotable y explosiva vitalidad.
De hecho, una nueva tendencia que parece surgir en el cine actual, como el luminoso film Les Filles au Moyen-Age, de Hubert Viel, que se estrenará en su país en enero de 2016 y que, a través de un reparto sólo de niños, explora el feminismo en la Edad Media.
Narimane Mari tampoco evita la cuestión, las niñas quieren participar al igual que sus compañeros masculinos en la guerra y, a su manera, se exponen a la violencia de género que sufre una mujer brutalizada por su compañero.
Lubia Hamra es una película que arriesga u solicita del espectador una participación activa. Con una magnífica fotografía, una música inspirada del dúo electro-pop Zombie Zombie y unos versos de 1926 del poeta Antonin Artaud el film ofrece momentos de gran belleza, como esas sombras sobre la pared que los niños reproducen con sus disfraces. Esa huella, que se ha quedado pegada a los muros de un país que ha padecido una guerra, se convierte en un juego de niños, años después de que los adultos jugasen de verdad a lo mismo. A la guerra, en la que al final, todos acaban perdiendo.