Varias coincidencias se reúnen en estos dos thrillers americanos (el segundo en coproducción francesa) pero la que salta a la vista, de manera inmediata, es el radical deseo de mostrar en toda su aterradora frialdad la destrucción del sueño americano. Un estilo de vida promocionado, vendido y empaquetado a nivel mundial, que ha perdido su sentido y realidad. Anclado en unas circunstancias y periodos económicos muy específicos del siglo XX, la idea de que todo hombre puede alcanzar lo que se proponga en la tierra prometida de los negocios es tan obsoleta como supeditada al Leviatán actual, los mercados financieros y las políticas económicas dictadas por los grandes emporios empresariales supranacionales.
Gillian Flynn, una autora de novela negra con una visión realista (¿y pesimista?) de la sociedad, cuenta en Dark Places la masacre de una madre y sus dos hijas, perpetrada por uno de sus hijos en presencia de su hermana menor. Pero en realidad lo que mejor retrata, con una de las metáforas más conseguidas e implacables de la literatura actual, es que la economía también puede asesinar a manos frías, y que el rojo de muchas cuentas corrientes es más visible que la sangre de sus titulares.
Cuando todavía brilla en la retina de los espectadores la elegancia de Perdida, Gillian Flynn vuelve a la gran pantalla por tercera vez, en esta ocasión de la mano de Gilles Paquet-Brenner, director especializado en adaptaciones literarias (La llave de Sarah), y como siempre, ya sea a través de las imágenes o de sus palabras, es un verdadero placer (re)descubrir su inmenso talento y lúcido análisis de las grietas de una sociedad, que ya no dispone de fuerzas para colmatar sus profundas fisuras ni de dinero para un poco de yeso.
Otra de las coincidencias de las dos películas es un equipo artístico de alto voltaje y de lujo sibarita. Si Dark Places cuenta con Chloë Grace Moretz, Tye Sheridan, Charlize Theron y Nicholas Hoult (estos dos últimos en aperitivo de exquisito gusto antes del plato fuerte, que se estrena en un mes, la última entrega de Mad Max), Lost River no se queda atrás: Saoirse Ronan, Eva Mendes, Barbara Steele o Reda Kateb.
Y por encima de todos ellos, la excepcional Christina Hendricks que aparece en ambas, interpretando el papel de matriarca familiar que lucha por sobrevivir en un valle que hace tiempo que dejó de ser verde, invadido por las fructíferas semillas de la ira. Una actriz que acapara fuerza, rebeldía, vigor y feminidad, en un rol de madre coraje firme, decidida y cometiendo el único delito cinematográfico permitido, robar planos continuamente a todos sus compañeros.
Curioso también que ambos filmes tengan por escenario la América de la profunda crisis, Kansas y Detroit, devastados cementerio de promociones inmobiliarias, casas destruidas, lonjas al abandono y naves industriales, recuerdo infame de la superchería de economía sin límites ni sentido.
Un paisaje tan conocido por el espectador de esos lares como tan bien reflejado en el nuevo cine de autor nacional (como por ejemplo en Sueñan los androides, del brillante Ian de Sosa, que nos habla desde un futuro que se parece demasiado a nuestro presente).
Lost River, debut friki como director y guionista de Ryan Gosling, entre thriller psicológico y drama surrealista, narra con tintes semi-autobiográficos, las desventuras de un joven en un pueblo situado junto a otro anegado por las aguas, en vista del siempre apelado progreso económico, y los esfuerzos de su madre por sacar adelante a su familia y evitar que su casa amplía el repertorio de daños colaterales de la crisis del país. Si bien brillante por momentos, el resultado se queda en un interesante inicio que podría haber sido espectacular, si el excelente actor nos hubiese desvelado más de su universo personal, en lugar de desplegar los motivos y recursos de los directores que más le gustan a él.
Eso sí, las dos películas son lecciones maestras de dos de los mejores directores de fotografía de la actualidad, Barry Ackroyd (habitual de Ken Loach) en Dark Places con su sugerente realismo y, sobre todo, el mago de la luz, el belga Benoît Debie (habitual de Gaspar Noé) iluminando cada fotograma de Lost River como una pesadilla con tal virtuosismo, que ha logrado crear uno de los estilos más identificables del cine actual (que me divierte definir como minimalismo barroco): un sobrio decorado visual, que juega con los contrastes fríos y calientes de la luz, dentro de insospechados y angustiantes encuadres.