Con el mismo placer que encontrar a un viejo amigo en una esquina, se ve la última película de Danny Boyle: tener la sensación de que el tiempo se ha inmovilizado y que sigues compartiendo gustos, manías y risas. Ya son casi veinte años y 10 películas desde aquella muy prometedora Tumba abierta (1994) y, sin lugar a dudas, dos años después, la sublime Trainspotting, que empujó a cientos de nuevos aficionados hacia una nueva forma de filmar más rock and roll, con más nervio y garra que las narraciones habituales. Luego, a mi gusto, un querer entrar en el molde (que lo borda, sin duda) pero que particularmente me interesa mucho menos, hasta de nuevo, 28 días después (2002), otro peliculón en su carrera.
Trance es, más que inicio siglo XXI, años 90 e inspiración Trainspotting (se rodará con el mismo casting en 2016 su secuela, Porno, del escritor Irvine Welsh, y el guionista de sus dos primeras películas y también de Trance, John Hodge) que sus anteriores trabajos, más reposados y académicos. Y como se nota ese trabajo de antiguos compas que se divierten, enredan y se lo pasan en grande.
En la apertura de Trance, casi diez minutos, antes de los títulos de crédito iniciales están condensados todos los elementos que estallaban en las películas del primer Boyle: un montaje espectacular, unos encuadres deformados y expresionistas, unos ángulos de cámara de vértigo, una distante ironía y un humor muy fino y británico. Todo ello bañado en una meditada y pegadiza banda sonora que te persigue durante tres semanas. Un inicio en la que la música tiene tal importancia que podríamos hablar de una obertura musical.
Como cuando el director se encuentra a gusto, de nuevo, la utilización de tres personajes en la historia. Bien es sabido que el triángulo ofrece múltiples posibilidades, y en este caso, el director se encarga de mostrar esta excelente figura geométrica en todos sus ángulos. James McAvoy, Vincent Cassel y Rosario Dawson dan mucho de sí, en un robo del cuadro de Vuelo de Brujas, gotas de tensión sexual, toques a lo “vértigo”, hipnosis a voluntad y pérdida de memoria, ¿real o imaginaria?
Poco importa que la última parte sea más incomprensible que el programa de un político o que el guionista haya escrito el final de esta historia en el bar del Congreso, rodeado de gin-tonics. La fuerza de las imágenes, la libertad de tono, la generosa ironía y una banda sonora de lujo hacen que sea un verdadero placer regresar al antiguo Danny Boyle, aunque no se pueda negar que haya pasado un poco de tiempo. Por si fuera poco, aunque sólo sea por escuchar la teoría de la modernidad de Francisco de Goya, merece la pena verla. Se ve que el director y el guionista no tienen pelos en la lengua, como mínimo…