He constatado que mi pasión por el cine de animación conlleva un grave peligro: muchas de sus películas están destinadas al público muy joven, por lo que me encuentro obligado a asistir a sesiones infantiles. Así pues paso a relatar mi última aventura en una sesión de las dos de la tarde, esta vez dejando en casa cualquier tipo de lectura (acompañamiento a evitar y episodio ya narrado en El hombre de arena) y entrando en la sala en cuanto veo que se apagan las luces. Primera prueba superada.
En esta ocasión se trata de la última historia de los Moomins, personajes basados en los cuentos e historietas de los autores finlandeses Tove y Lars Jansson, que son una especie de hipopótamos blancos, de cola en forma de plumero, y con unos ojos muy azules. La película comienza con unos títulos de crédito, que ya los querrían para sí, algún museo de arte contemporáneo: unos bichos extrañísimos, rodeados de flechas, que se transforman en paraguas y después en líneas, que sirven para atravesar espacios. Mi capacidad de comprensión no da para más en la explicación, y eso que creo estar acostumbrado a ver rarezas. Todo ello acompañado, no de la típica música infantil, suave, melodiosa… para nada, lo último de Björk. Sí, sí, Björk que se confiesa una fiel seguidora de estos animalitos.
Moomin, el protagonista y único hijo de la familia Moomin, se despierta una mañana y descubre que el valle que habita ha perdido sus colores habituales. Los árboles y flores grises y todo está recubierto de polvo. Evidentemente sin desearlo, mi mente de adulto intenta adelantarse a la historia pensando que se trata de contaminación, y que el film será una lección de civismo frente a los desastres ecológicos, la polución… Tampoco. La causa es un cometa que se dirige directo hacia la tierra y su impacto la destruirá totalmente, incluidos sus protagonistas. Nadie, ni en la película ni en el cine (media de edad, unos 4 o 5 años) parece alarmado por la noticia, excepto el que escribe. Si añadimos que el narrador del film es Max von Sydow, el cura de El exorcista (1973) de Friedkin (referencia cultural que espero que el resto de espectadores no compartan), comprenderán mi estado de alucinación.
Pero la historia acaba de comenzar, los padres de Moomin le construyen una balsa, a primera vista bastante frágil, para que vaya al observatorio para saber el día de choque y, consiguiente, aniquilación terrestre. Por lo menos, estarán juntos el fatídico día. Qué va. Los padres le dejan a Moomin irse tranquilamente, eso sí, insistiéndole para que vuelva el domingo para comer una tarta juntos.
En ese preciso momento me plantee la cuestión de si el chocolate, que yo merendaba de pequeño, se ha transformado en la actualidad en otro tipo de sustancia, dada la alegría generalizada del público frente a la catástrofe. En todo caso, Maria Lindberg, la realizadora, ha conseguido un trabajo excelente, en que todos los objetos están en planos, casi cubistas, con una historia sorprendente que hace las delicias del público infantil. El resto de espectadores, los adultos, todavía no se ha recuperado.